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EL PRIMER TEMPLARIO,HUGO DE PAYNS Y LA ORDEN DEL TEMPLE

La Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín: Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici), también llamada la Orden del Temple, cuyos miembros son conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante algo menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 o 1119 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payns tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista. La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén Garmond de Picquigny, que le impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro. Aprobada oficialmente por la Iglesia católica en 1129, durante el Concilio de Troyes la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros templarios tenían como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas que participaron en las Cruzadas. Los miembros no combatientes de la orden gestionaron una compleja estructura económica dentro del mundo cristiano. Crearon, incluso, nuevas técnicas financieras que constituyen una forma primitiva del moderno banco. La orden, además, edificó una serie de fortificaciones por todo el mar Mediterráneo y Tierra Santa.
La humildad y pobreza de Templarios, queda patente en el Sello y Símbolo usado por los Templarios: dos Caballeros templarios montados sobre una cabalgadura.
El sello, plasma la recogida y traslado de los peregrinos que iban a Jerusalén.
Los Templarios, venían con las cabalgaduras disponibles, a los puertos de Haifa y Tolomeida, a recoger a los Peregrinos que dirigían a Jerusalén. El reparto de cabalgaduras con los Peregrinos, exigía que dos Templarios compartieran una cabalgadura y cediesen la otra mitad de las cabalgaduras a los Peregrinos. Este símbolo, del cual se han hecho múltiples interpretaciones, se ha usado para implicarles tendencias homosexuales, cuando representa: pobreza, humildad y ofrecimiento. Los Caballeros Templarios, renunciaban a todo tipo de bienes personales, siendo la Orden la Propietaria de todos los Bienes.

El 13 de octubre de 1307, es la fecha que el Rey de Francia eligio para la desaparición de la Orden del Temple.

El "Folio de Chinon" demuestra que el papa Clemente V, dio la absolución al Gran Maestre del Temple, Jacques de Molay y a Godofredo de Charnay, permitiéndoles "recibir los sacramentos cristianos y ser acompañados de un capellán" hasta ser quemados en la hoguera.

La Historia hace Justicia y devuelve a la Orden del Temple, la grandeza y honorabilidad, que se les quiso usurpar, con un injusto Proceso.


Sello de los caballeros templarios que muestra a dos miembros de la orden subidos en un solo caballo, símbolo de su pobreza. También es visible: "Sigillum Militum Xpisti" ("Sello de los soldados de Cristo").

HUGO DE PAYNS

Hugo de Payns (aprox. 1070 – 1136) fue el primer Gran Maestre y fundador de la Orden del Temple y uno de los primeros nueve caballeros.



Sobre su lugar de nacimiento hay muchas controversias, según un acta encontrada en 1.897 declara que nació en Mahun, en la Comuna de Saint Simphorien en Ardeche, cerca de Annonay. En otra acta de la Biblioteca de Carpentras, fechada en 1.130 se menciona como lugar de nacimiento Viniers, otro pueblo de Ardeche, sede de un importante obispado en esa época.
El Historiador Español Juan G. Atienza afirma haber descubierto en los archivos del siglo XVIII de la Biblioteca Nacional de Madrid; noticias de un tal Hugo de Pinos, nacido en Braga, en la provincia de Barcelona, que, para él, es el verdadero Padre de los Templarios. Pero probablemente se trata de homónimos y la mayoría de los investigadores opina que Hugo nació en Champagne. Cogeremos para definir donde nació la postura más común, aunque no sabemos si la verdadera, aunque parece la más probable. Nació hacia el año 1070 en el castillo de Payns, cerca de Troyes, Francia, y murió en Palestina en 1136. Hijo de Gautier de Montigny y nieto de Hugo I, Señor de Payns, su infancia y su juventud se ven influidas por el ambiente de reforma religiosa que se desarrolla en la Champaña. De la ferviente pasión religiosa de Hugo II de Payns es muestra su breve paso como monje por la abadía de Molesmes, tras la muerte de su primera esposa Emelina de Touillon, con la que se había desposado hacia el 1090. Fruto de este matrimonio nació su hija Odelina, futura señora de Ervy.
Vasallo del conde Hugo de Champaña, Hugo II de Payns abandona los hábitos y a partir del año 1100 se integra plenamente como uno de los principales miembros de la Corte de la Champaña Francesa, uniendo en su persona el señorío de Montigny y el de Payns.
Es muy probable que Hugo II de Payns realice su primer viaje a Tierra Santa junto al conde de Champaña en 1104-1107. Tras regresar de éste, y para ayudar a consolidar las pretensiones políticas de su señor, casó en segundas nupcias con Isabel de Chappes (entre 1107 y 1111), perteneciente a una de las familias más importantes del sur de la Champaña. Del matrimonio nacieron cuatro hijos: Teobaldo, futuro Abad de Santa Colombe de Sens; Guido Bordel de Payns, heredero del señorío; Guibuin, vizconde de Payns, y Herberto, llamado el ermitaño.

Conde de Champagne

A partir de 1.119 parece que fijó su residencia en Jerusalén la pasión religiosa que sentía Hugo II de Payns le llevó a tomar votos de castidad y a partir nuevamente a Tierra Santa, donde creó, un año más tarde, la que llegaría a ser la Orden Militar más importante de la Cristiandad: La Orden del Temple a la que dio su propio escudo de armas “una Cruz Paté de gules en campo de plata”
El 25 de diciembre de 1.119: junto con Geoffroy de Saint Omer pronuncia delante del Rey Badouin II y el Patriarca de Jerusalén Gormón de Piquigny, los tres votos de: castidad, pobreza y obediencia y se compromete a vigilar las rutas de peregrinación y los pozos de agua potable. El Rey les otorga un ala de su palacio, situado en recinto del antiguo Templo de Salomón y allí fundan su sede.
El Templo de Salomón (maqueta)

En 1127 Hugo II de Payns regresa a Europa acompañado por Godofredo de Saint-Omer, Payen de Montdidier, y dos hermanos más, de nombre Raúl y Juan, con el fin de reclutar nuevos miembros para la Orden, tomar posesión de las numerosas donaciones que habían sido otorgadas a esta y para organizar las primeras encomiendas de la Orden en Occidente (casi todas ellas en la región de la Champaña). Con la ayuda de Balduino y el Patriarca de Jerusalén, regresa a Francia, donde obtiene la amistad y los favores de Bernardo de Claraval. Participo en el Concilio de Troyes (1128), de donde salieron los estatus de la nueva Orden del Temple, redactados bajo los dictados de Bernardo de Claraval.

San Bernardo de Claraval

Hugo de Payns relató en este concilio los humildes comienzos de su obra, que en ese momento sólo contaba con nueve caballeros, y puso de manifiesto la urgente necesidad de crear una milicia capaz de proteger a los cruzados y, sobre todo, a los peregrinos a Tierra Santa, y solicitó que el concilio deliberara sobre la constitución que habría que dar a dicha Orden.

Concilio de Troyes

Se encargó a San Bernardo, abad de Claraval, y a un clérigo llamado Jean Michel la redacción de una regla que durante la sesión, fue leída y aprobada por los miembros del concilio.
Tras el Concilio de Troyes, Hugo II de Payns nombró a Payen de Montdidier Maestre Provincial de las encomiendas sitas en territorio francés y en Flandes, y a Hugo de Rigaud Maestre Provincial para los territorios del Languedoc, la Provenza y los reinos cristianos hispánicos y tras ello, regresó a Jerusalén dirigiendo la Orden que el mismo había creado durante casi veinte años hasta su muerte en el año 1136 (el 24 de mayo según el obituario del templo de Reims), haciendo de ella una influyente institución militar y financiera internacional.

Las Reglas de la Orden

Las Reglas de la Orden eran una adaptación de las de San Benito, adaptadas a la versión reformada por los Cistercienses
Se adopta el hábito blanco, y posteriormente se le añade la cruz roja.

A la Orden del Temple se le conceden las Bulas:
  • En 1139 se le concede la Omne datum optimum
  • En 1144 se le concede Milites Templi
  • En 1145 se le concede Militia Dei (1145)

En los orígenes de la Orden, los caballeros templarios no necesitaban de unas normas muy complejas ni específicas, para su funcionamiento, puesto que los caballeros eran poco numerosos. Pero al ir creciendo  la Orden obligará a crear unas ordenanzas internas que regulen la vida en común de estos caballeros.

La primera Regla, o Regla primitiva, se concretará en tiempos del primer Gran Maestre, Hugo de Payns. Escrita en latín, la componían 72 artículos. Y fué aprobará en el Concilio de Troyes, en 1129. Posteriormente la revisará Esteban de la Ferté, patriarca de Jerusalén. Y, en el transcurso del maestrazgo de Roberto de Craon, la regla primitiva se traducirá al francés.

Según  Alain Demurguer la elaboración de la Regla templaria se compuso de tres fases:

  • En una primera época, las normas no estaban escritas y lo fundamental por lo que se caracterizaba era por los votos de castidad, pobreza y obediencia, También estaban bajo el mando del patriarca de Jerusalén  y unos elementos disciplinarios y religiosos, equiparables al de los canónigos que oficiaban en el Santo Sepulcro.
  • Una segunda etapa sería la del Concilio de Troyes. En éste se añadirán nuevas reglas: admisión en la Orden, reglamentaciones penales, etc., definiéndose con más claridad el carácter religioso de la Orden. En el Concilio de Troyes se aprueba, después de ciertas modificaciones, la Regla de la Orden  El patriarca de Jerusalén añadirá luego 24 artículos y revisará una docena: destacan, entre ellos, la reserva de la capa blanca para los caballeros y la reglamentación de la presencia de clérigos, temporalmente, en el Temple, etc.
  • A esta Regla se le añadirán, más adelante, más artículos o explicaciones, llamados “retraits”, que la complementarán. Los primeros están fechados en la época de Beltrán de Blanquefort, y se centran en   la jerarquía de la Orden; posteriormente, en 1230, y luego en 1260, se incluirán nuevos artículos, referentes a  la vida en los conventos, a la disciplina, a las sanciones o a la admisión en la Orden.  Tantos nuevos añadidos llevarán a que la Regla llegue a tener 678 artículos, lo que obligará a redactar versiones reducidas, traducidas a lenguas vulgares.



Abajo, los 72 artículos que formaron la regla primitiva : 

Preámbulo
Nos dirigimos en primer lugar a aquellos que desprecian seguir su propia voluntad y desean servir, con pureza de ánimo, en la caballería del rey verdadero y supremo, y a los que quieren cumplir, y cumplen, con asiduidad, la noble virtud de la obediencia. Por eso os aconsejamos, a aquellos de vosotros que pertenecisteis hasta ahora a la caballería secular, en la que Cristo no era la única causa, sino el favor de los hombres, que os apresuréis a asociaros perpetuamente a aquéllos que el Señor eligió entre la muchedumbre y dispuso, con su piadosa gracia, para la defensa de la Santa Iglesia. Por eso, oh soldado de Cristo, fueses quien fueses,
que eliges tan sagrada orden, conviene que en tu profesión lleves una pura diligencia y firme perseverancia, que se sabe que es tan digna y sublime para con Dios que, si pura y perseverantemente se observa por los militantes que diesen sus almas por Cristo, merecerán obtener la suerte; porque en ella apareció y floreció una orden militar, ya que la caballería, abandonando su celo por la justicia, intentaba no defender a los pobres o iglesias sino robarlos, despojarlos y aun matarlos; pero sucedió que vosotros, a los que nuestro señor y salvador Jesucristo, como amigos suyos, dirigió desde la Ciudad Santa a habitar en Francia y Borgoña, no cesáis, por nuestra salud y propagación de la verdadera fe, de ofrecer Dios
vuestras almas en víctima agradable a Dios. Y es así que, con todo afecto y fraternal piedad, y a ruegos del maestre Hugo de Payens, en quien tuvo comienzo la sobredicha milicia, nos juntamos con ayuda de Dios y influyendo el Espíritu Santo, procedentes de diversas casas de la provincia ultramontana, en la fiesta de San Hilario, año de la encarnación del señor de 1128, y noveno desde el comienzo de dicha milicia, y escuchamos de boca del mismo hermano Hugo de Payens el modo en que fue establecida esta Orden Militar y, según nuestro entender y saber, alabamos todo lo que nos parecía adecuado, y todo lo que consideramos superfluo lo suprimimos. Y todo lo que en esa reunión no pudo ser dicho, o referido de memoria lo dejamos, de conformidad y con el dictamen de todo el Cabildo, a la discreción de nuestro venerable padre Honorio y del noble patriarca de Jerusalén Esteban de la Ferté, que
conocía mejor las necesidades de la religión oriental y de los pobres caballeros de Cristo.
Todo lo arriba dicho, en conjunto, lo aprobamos. Ahora, dado que un gran número de religiosos padres se juntaron en aquel concilio y aprobaron lo que hemos dicho, no debemos silenciar estas verdaderas sentencias que dijeron y juzgaron. Por eso, yo Juan Miguel, por la gracia de Dios, por mandato del concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Claraval, a quien estaba encargado este divino asunto, merecí, por gracia divina, ser escritor de la presente página.
Asistieron a la celebración de este concilio Mateo, obispo de Albano, cardenal y legado apostólico, Reinaldo, arzobispo de Reims; Enrique, arzobispo de Sens, y sus sufragáneos Gocelin, obispo de Soissons; el obispo de París, el obispo de Troyes, el obispo de Orleáns, el obispo de Auxerre, el obispo de Meaux, el obispo de Châlons, el obispo de Laon, el obispo de Beauvais; el abad de Vézelay, que después fue legado apostólico y arzobispo de
Lyon; el abad de Citeaux, el abad de Pontigny, el abad de Trois-Fontaines; el abad de SaintDenis de Reims; el abad de Saint-Etienne de Dijon, el abad de Molesmes y Bernardo, abad de Claraval, ya nombrado. Y estaban también maese Aubri de Reims, maese Fulko y muchos otros, que sería largo de contar. De los seglares, el conde Teobaldo, el conde de Nevers y Andrés de Baudemant. Asistieron también el maestre Hugo de Payens, que había traido consigo algunos hermanos: frey Rolando, frey Godefroy, frey Geoffroy Bisol, frey Payen de Montdidier, frey Archambaut de Saint-Armand. El maestre Hugues, con sus discípulos, hizo saber a los padres las observancias de sus humildes comienzos, y les habló de aquel que dijo:
“Ego principium qui est loquor vobis”, es decir: “Yo que os hablo soy el principio”.
 Y quiso el concilio que las normas que fueron dadas y examinadas con diligencia, siguiendo el estudio de la Sagrada Escritura, fuesen puestas por escrito a fin de no olvidarlas jamás, con la ayuda de monseñor Honorio, papa de la Santa Iglesia de Roma, del patriarca de Jerusalén y del consentimiento de la asamblea y por la aprobación de los pobres caballeros de Cristo del Templo que se encuentra en Jerusalén. 
Comienza la Regla de los pobres 
    I. Cómo se ha de oír el oficio divino.
      Vosotros, que en cierta manera renunciasteis la propia voluntad, y los demás, que por la salvación de las almas militáis sirviendo al Rey supremo con caballos y armas, procurad universalmente con piadoso y puro afecto oír los maitines y todo el oficio divino, según la canónica institución y costumbre de los doctos regulares de la santa iglesia de Jerusalén. Y por esto, ¡o venerables hermanos! a vosotros muy en particular os toca, porque habiendo despreciado el mundo y los tormentos de vuestros cuerpos, prometisteis tener en poco al mundo por el amor de Dios; y así fortalecidos y saciados con el divino manjar, instruidos y firmes en los preceptos del Señor, después de haber consumado y asistido al misterio divino, ninguno tema la pelea, sino esté apercibido para conseguir la victoria y la corona.
        II. Que digan las oraciones dominicales, si no pudieren asistir al oficio divino.
          A más de esto, si algún hermano estuviere distante o en país remoto en negocio de la cristiandad, (que sucederá muchas veces) y por tal ausencia no oyere el Oficio divino, por los maitines dirá trece padres nuestros, u oraciones dominicales, y siete por cada una de las horas menores, y por las vísperas nueve, respeto a que ocupados éstos en tan saludable trabajo no pueden acudir a hora competente al Oficio divino, pero si pudieren que lo hagan a las horas señaladas.
            III. Qué se haya de hacer por los hermanos difuntos.
              Cuando alguno de los hermanos muriere, que la muerte a nadie perdona ni se escapa de ella, mandamos que con los clérigos y capellanes que sirven a Dios sumo sacerdote, ofrezcáis caritativamente con ellos y con pureza de ánimo el oficio y misa solemne a Jesucristo por su alma; y los hermanos que allí estuviereis pernoctaréis en oración por el alma de dicho difunto, rezando cien padresnuestros hasta el día séptimo, los cuales se han de contar desde el día de la muerte, o desde que se supiere, haciéndolo con fraternal observancia porque el número de siete es número de perfección. Y todavía os suplicamos con divina caridad, y os mandamos con paternal autoridad, que así como cada día se le daba a nuestro hermano lo necesario para comer y sustentar la vida, que esta misma comida y bebida se dé a un pobre hasta los cuarenta días; y todas las demás oblaciones que acostumbrabais hacer por dichos hermanos, así en la muerte de algunos de ellos, o como en las solemnidades de pascua, del todo las prohibimos.
                IV. Los capellanes solamente tengan comida y vestido.
                  Mandamos que todas las oblaciones y limosnas que se hicieren a los capellanes, o a otros que estén por tiempo determinado, sirvan para todo el cabildo, y que los servidores de la iglesia tan solamente tengan, según su clase, comida, vestido, y lo que cristianamente les diere de su voluntad el Maestre.
                    V. De cuando muriere uno de los soldados que asisten con los templarios.
                      Hay también soldados en la casa de Dios y templo de Salomón que viven con nosotros, por lo cual os suplicamos rogamos y os mandamos, con inefable conmiseración, que si alguno de estos muriere, se le dé a un pobre por siete días de comer, por su alma, con divino amor y fraternal piedad.
                        VI. Que ningún hermano templario haga oblación.
                          Determinamos, como se dijo arriba, que ninguno de los hermanos perpetuos presuma hacer otra oblación, sino que permanezca día y noche en su profesión con limpio corazón, para que en esto pueda igualarse con el más sabio de los profetas, que en el salmo 115 decía: "Beberé el cáliz de salud e imitaré en mi muerte la muerte del Señor", porque así como Cristo ofreció por mi su alma, así estoy pronto a ofrecerla por mis hermanos y he aquí una competente oblación, y hostia viva que place a Dios.
                            VII. De lo inmoderado de estar en pié.
                              Habiéndonos dicho un verdadero testigo que oís todo el Oficio divino en pié, mandamos no sólo que lo hagáis, antes lo vituperamos, y prevenimos que concluido el salmo Venite exultemus domino, con el invitatorio e himno, todos os sentéis, los débiles como los fuertes, y os lo mandamos por evitar el escándalo; y estando sentados sólo os levantéis al decir Gloria patri concluido el salmo, suplicando vueltos al altar, bajando la cabeza por reverencia a la Santísima Trinidad nombrada, y los débiles basta que hagan la inclinación sin levantarse; al Evangelio, al Te Deum laudamus, y durante los Laudes, hasta el Benedicamus Domino, estaréis en pié, y lo mismo en los maitines de Nuestra Señora.
                                VIII. De la comida en refectorio.
                                  Creemos que comeréis en refectorio; cuando alguna cosa os faltare y tuviereis necesidad de ella, si no pudierais pedirla por señas, pedireisla silenciosamente, y así siempre que se pida algo estando en la mesa ha de ser con humildad y rendimiento, como dice el apóstol "come tu pan con silencio" y el salmista os debe animar diciendo: "Puse a mi boca custodia o silencio", que quiere decir: deliberé no hablar, y guardé mi boca por no hablar mal.
                                    IX. De la lectura o lección cuando se come.
                                      Siempre que se coma se leerá la santa lección; si amamos a Dios debemos desear oír sus santos preceptos y palabras; y así el lector hará señal para que todos guarden silencio.
                                        X. Del comer carne en la semana.
                                          En la semana, si no es en el día de Pascua, de Navidad, Resurrección, o festividad de nuestra Señora, o de todos los Santos, basta comerla tres veces o días en ella, porque la costumbre de comerla se entiende es corrupción de los cuerpos. Si el martes fuere de ayuno, el miércoles se os dará comida más abundante. En el domingo, así a los caballeros, como a los capellanes, se les dé dos platos en honra de la santa Resurrección; los demás sirvientes se contentarán con uno y den gracias a Dios.
                                            XI. Cómo deben comer los caballeros.
                                              Conviene en general coman de dos en dos para que con cuidado se provean unos a otros, y no se introduzca entre ellos la aspereza de vida y la abstinencia en todo; y juzgamos justo que a cada uno de dichos caballeros se les den iguales porciones de vino.
                                                XII. Que en los demás días basta darles dos o tres platos de legumbres.
                                                  En los demás días, como son lunes, miércoles y sábados, basta dar dos o tres platos de legumbres u otra cosa cocida, para que el que no come de uno coma de otro.
                                                    XIII. Qué conviene comer los viernes.
                                                      El viernes comerá sin falta de cuaresma toda la congregación, por la reverencia debida a la pasión, excepto los enfermos y flacos; y desde todos Santos, hasta Pascua, a excepción del día del nacimiento del Señor, o festividades de nuestra Señora o Apóstoles, alabamos al que no comiere más que una vez al día; en lo restante del año, si no fuere día de ayuno, hagan dos comidas.
                                                        XIV. Después de comer, que den gracias a Dios.
                                                          Después de comer y cenar, si la iglesia está cerca, y si no en el mismo lugar, den gracias a Dios que es nuestro procurador, con humilde corazón; y mandamos igualmente que a los pobres se les den los fragmentos, y que se guarden los panes enteros.
                                                            XV. Que el décimo pan se dé al limosnero
                                                              Aunque el premio de la pobreza es el reino de los cielos, y sin duda será para los pobres, mandamos a vosotros dar cada día al limosnero el diezmo de todo el pan que os dieren.
                                                                XVI. Que la colación sea al arbitrio del Maestre.
                                                                  Habiéndose puesto el Sol, oída la señal según la costumbre de esa religión, conviene que todos vayan a completas. Pero antes de ellas deseamos que tomen una colación en comunidad. Esta refracción la dejamos al arbitrio del Maestre, y que en ella se beba agua o vino aguado como él dispusiere, mas que no sea con demasía, que también los sabios vemos desdicen de su conducta y comportamiento con el uso extremado del vino.
                                                                    XVII. Que se guarde silencio después de completas.
                                                                      Acabadas las completas, conviene que se vayan a acostar. Después de salir de ellas ninguno hable en lugares públicos si no hubiere necesidad, y lo que se hablare con su escudero, sea en voz baja. Si alguna vez fuese muy preciso que alguno de vosotros, juntos o separadamente, tuviereis de hablar al Maestre, o al que ejerce sus funciones en casa, del estado de la guerra, o de los negocios del monasterio, por no haber tenido lugar en todo el día, mandamos que se haga con las precisas palabras y guardando el posible silencio, porque escrito está: Que en el mucho hablar no faltará pecado; y que también: la muerte y la vida están en la lengua. En aquella junta prohibimos las chanzas y palabras ociosas que ocasionan rizas; y mandamos que si alguno hubiere hablado con poca atención, rece al irse a acostar un Paternoster con toda humildad y devoción.
                                                                        XVIII. Los que se hallaren cansados no se levanten a maitines.
                                                                          Porque no es justo que los que se hallaren fatigados se levanten a maitines, mandamos que con licencia del Maestre o del que ocupare su lugar, descansen, y después canten las trece oraciones señaladas, de suerte que se ajuste a las voces la atención, según lo que dice el Profeta: Cantad al Señor sabiamente; y en otra parte: Tendré presente los ángeles cuando cantare tus alabanzas. Esto sea siempre a arbitrio del Maestre.
                                                                            XIX. Que se guarde igualdad en la comida.
                                                                              Léese en las sagradas Letras que se daba a todos según lo que había menester cada uno. Por eso mandamos que no se haga excepción de personas, y no se atienda a más que a las necesidades. Y así el que ha menester menos, dé gracias a Dios, y no se entristezca por lo que a otro dieren; y el que necesita más, humíllese por su flaqueza, y no se ensoberbezca por la misericordia que con él se usa, y así vivirán en paz todos los individuos de este cuerpo religioso. Prohibimos se singularice alguno en las mortificaciones, y mandamos que guarden todos vida común.
                                                                                XX. Del vestido.
                                                                                  Los vestidos sean siempre de un color, blanco o negro, o por mejor decir de buriel. A todos los caballeros profesos señalamos que en verano y en invierno lleven, por poco que puedan, el vestido blanco; pues dejaron las tinieblas de la vida seglar, se conozcan por amigos de Dios en el vestido blanco y lucido. ¿Qué es el color blanco sino entera pureza? La pureza es seguridad del ánimo, salud del cuerpo. Si el religioso militar no guardare pureza, no podrá llegar a la eterna felicidad y vista de Dios, afirmando el apóstol San Pablo: Guardad con todos paz, guardad pureza, sin la cual ninguno verá al Señor. Mas porque con este vestido no se ha de mostrar vanidad ni gala, mandamos que sea de tal hechura que cualquiera solo y sin fatiga se pueda vestir y desnudar, calzar y descalzar. El encargado de dar los vestidos, cuide que ni vengan largos, ni cortos, sino ajustados al que haya de usarlos. Al recibir un vestido nuevo vuelvan el que dejan, para que se guarde en la ropería, o donde señalare el que cuide de esto, a fin de que se aprovechen para los escuderos, criados y algunas veces para los pobres.
                                                                                    XXI. Que los criados no lleven el vestido o capas de color blanco.
                                                                                      Prohibimos absolutamente que puedan los criados y escuderos usar vestidos blancos, porque de este abuso se siguieron graves inconvenientes. Levantáronse en las partes ultramontanas falsos hermanos unos y otros casados, que se llamaban del Templo siendo del mundo. Éstos pues ocasionaron muchos daños y persecuciones a la caballería. Y los demás criados ensoberbeciéndose causaron no pocos escándalos. Usen pues vestidos negros, o si no se hallaren de este color, vistan del más obscuro y basto que se pudiera hallar.
                                                                                        XXII. Que sólo los religiosos profesos vistan de blanco.
                                                                                          A ninguno pues le sea licito traer mantos blancos o capas de este color, sino a los Caballeros perpetuos de Cristo.
                                                                                            XXIII. Que usen de pieles de corderillas.
                                                                                              Determinamos de común consentimiento, que ninguno use pieles preciosas para vestido común, ni para cobertor de la cama, sino de pieles de corderillos o carneros.
                                                                                                XXIV. Que los vestidos viejos se den a los escuderos.
                                                                                                  Procure el ropero distribuir con igualdad los vestidos viejos a los escuderos, criados y a los pobres.
                                                                                                    XXV. Que al que quisiese el mejor vestido se le dé el peor.
                                                                                                      Si alguno pretendiera, como debido a su persona o con ánimo soberbio, los vestidos mas nuevos y curiosos, por tal pretensión se le den los peores.
                                                                                                        XXVI. Que se guarde cantidad y calidad en los vestidos.
                                                                                                          Conviene que el que distribuya los vestidos procure darlos ajustados a la estatura de cada uno, y que ni sean más anchos ni más cortos de lo que sea menester.
                                                                                                            XXVII. Que el que distribuya los vestidos guarde igualdad.
                                                                                                              En lo largo de los vestidos, como se dijo arriba, procure con amor fraternal ajustados a la medida, para que los ojos de los murmuradores y que censuran no tengan que notar. Y en todo considere la justicia e igualdad de Dios.
                                                                                                                XXVIII. De los cabellos largos.
                                                                                                                  Todos, principalmente los que no estén en campaña, conviene que lleven cortado el cabello con igualdad y con un mismo orden, y guárdese lo mismo en la barba y aladares para que no se vea el vicio de la gala y demasía.
                                                                                                                    XXIX. De las trenzas y copetes.
                                                                                                                      No hay duda que es de gentiles llevar trenzas y copetes; y pues esto parece tan mal a todos, lo prohibimos y mandamos que ninguno traiga tal aliño. Ni tampoco las permitimos a los que sólo sirven por determinado tiempo en esta Orden. Y mandamos que no lleven crecido el cabello, ni los vestidos demasiadamente largos, porque a los que sirven al Sumo Criador les es muy necesaria la interior y exterior pureza, afirmándolo así cuando dice : Sed puros porque yo lo soy.
                                                                                                                        XXX. Del número de caballos y escuderos.
                                                                                                                          Cada uno do los soldados puede tener tres caballos, porque la mucha pobreza de la casa de Dios y Templo de Salomón no da lugar a que por ahora sea mayor el número, a no ser con licencia del Maestre.
                                                                                                                            XXXI. Que ninguno castigue al escudero que sirve sin salario.
                                                                                                                              Por la misma causa concedemos a cada uno de los caballeros un escudero solamente. Pero si este sirviere sin estipendio, graciosamente, o por amor de Dios, no le es lícito a alguno maltratarle o castigarle.
                                                                                                                                XXXII. Cómo se hayan de recibir los que quieran servir en la Orden por tiempo señalado.
                                                                                                                                  Todos los soldados que con intención pura deseen militar en servicio de Dios nuestro Señor en su santa casa por tiempo determinado, compren caballos y armas a propósito para las ocasiones que cada día se ofrecen, y todo lo necesario para este efecto. A más de esto, guardándose igualdad por entre ambas partes, juzgamos útil y conveniente se aprecie el coste de los caballos y se note con cuidado. Désele después con toda caridad y según permitieren las rentas de la casa, todo lo demás que hubiere menester el soldado para sí, o para el caballo y escudero. Mas si por algún suceso perdiere el caballo en servicio de la Orden, el Maestre le dará otro, según permitiere la renta del Convento. Pero llegado el tiempo en que ha de volverse a su patria, el soldado perdone por amor de Dios la mitad del precio de su caballo y la otra parte, si quisiere, puede pedirla a la comunidad y debe entregársele.
                                                                                                                                    XXXIII. Que ninguno obre según su propia voluntad.
                                                                                                                                      Conviene que los religiosos militares, que ninguna cosa buscan y aman más que a Cristo, obedezcan siempre al Maestre en cumplimiento del instituto que profesan por la gloria de Dios o por el temor del infierno. Esta obediencia debe ser tal como si lo mandara el mismo Dios, que es a quien representa el Maestre o el que hace sus veces, y a fin de que pueda aplicárseles lo que dice la Suma verdad: en oyéndome me obedeció.
                                                                                                                                        XXXJV. Si pueden salir por el lugar sin orden del Maestre.
                                                                                                                                          Tanto a los fieles o hermanos perpetuos que renuncian su propia voluntad como a los demás que sirven por término señalado en esta milicia, les rogamos encarecidamente y mandamos que sin licencia del Maestre no anden por el lugar sino es para visitar el Santo sepulcro y demás lugares piadosos.
                                                                                                                                            XXXV. Si pueden ir solos.
                                                                                                                                              Los que salieren con el objeto que se ha dicho en el capítulo anterior, no vayan ni de día ni de noche sin compañía, esto es, sin otro Caballero o religioso de los perpetuos. Cuando estuvieren en el ejército, después que estén alojados, ningún soldado o escudero ande por los cuarteles de los demás para ver o hablar con otro, sino con licencia, como se ha dicho. Y así de común consentimiento ordenamos que ningún soldado de esta Orden milite a su arbitrio, sino que se sujete enteramente a lo que el Maestre ordenare, para seguir aquel consejo del Señor: No vine a hacer mi gusto, sino e! de quien me envió.
                                                                                                                                                XXXVI. Que ninguno busque singularmente lo que hubiere menester para sí.
                                                                                                                                                  Mandamos que entre las demás buenas costumbres se observe la de no procurarse cada uno sus comodidades. Ninguno pues de los militares perpetuos busque para sí caballos y armas. ¿Cómo pues se ha de portar? Si sus achaques, o las pocas fuerzas del caballo, o el peso de las armas es de tal suerte que el ir con ellas sea de daño común, represéntelo al Maestre o al que ocupare su lugar, y propóngale con sencillez el inconveniente. Y quede a la disposición o voluntad del Maestre, y, después de él, al arbitrio del mayordomo, lo que hubiere de hacerse.
                                                                                                                                                    XXXVII. De los frenos y espuelas.
                                                                                                                                                      Mandamos que de ninguna suerte se lleve oro o plata (que es lo especialmente precioso) en los frenos, pectorales, espuelas y estribos; ni sea lícito a alguno de los militares profesos o perpetuos comprarlos. Pero si de limosna se les diere alguno de estos instrumentos viejos y usados, cubran la plata y oro de suerte que su lucimiento y riqueza a nadie parezca vanidad. Pero si los que se dieran son nuevos, el Maestre disponga de ellos a su arbitrio.
                                                                                                                                                        XXXVIII. Que las lanzas y escudos no tengan guarniciones.
                                                                                                                                                          No se pongan guarniciones en lanzas ni escudos, porque esto no sólo no es de utilidad alguna, antes se reconoce como cosa dañosa a todos.
                                                                                                                                                            XXXIX. De la potestad del Maestre.
                                                                                                                                                              Puede el Maestre dar caballos y armas y todo lo que quisiere y a quien gustare.
                                                                                                                                                                XL. De la cota y maletas.
                                                                                                                                                                  A nadie se concede tener cota y maleta con propiedad. Ninguno pueda usar de ellas sin licencia del Maestre o del que tiene su lugar en los negocios de casa. En esta disposición no se incluyen los procuradores, y los que viven separados en varias tierras, ni los Maestres provinciales.
                                                                                                                                                                    XLI. De las cartas.
                                                                                                                                                                      Ninguno de los religiosos puede recibir cartas de su padre o de cualquiera otra persona, ni entre sí unos de otros, sin licencia del Maestre o del procurador. Después que tuviere licencia, lea la carta delante del Maestre si él quisiere. Si sus padres le enviaren algo, no se atreva a recibirlo sin consentimiento del Maestre. Esta regla no habla con el Maestre ni Procurador de la casa.
                                                                                                                                                                        XLII. Acerca hablar de la vida pasada.
                                                                                                                                                                          Si toda palabra ociosa ocasiona pecados, ¿qué podrán responder al Juez riguroso los que hacen gala de sus vicios? Muéstralo bien el profeta. Si algunas veces conviene omitir buenas pláticas por no faltar al silencio, ¿con cuanta más razón, temiendo el castigo del pecado, se han de huir conversaciones impertinentes? Vedamos pues, y con todo esfuerzo prohibimos, que alguno de los religiosos perpetuos se atreva a referir de sí o de otros los desconciertos de su vida seglar, ni las comunicaciones que tuvo con mujeres perdidas; y si alguno oyere a otros tales palabras, hágale callar, y cuanto antes pudiere sálgase de la conversación, y no dé oídos su alma al que pregona tal confesión.
                                                                                                                                                                            XLIII. Del recibir y gastar.
                                                                                                                                                                              Si a alguno de los religiosos se les diese sin buscarlo, o de balde, alguna cosa, llévela al Maestre o al despensero. Pero si su padre o algún amigo le diere algo, con tal condición que haya de servir a él sólo, de ningún modo lo reciba sin licencia del Maestre. Nadie sienta que dé a otro lo que a él le presentaren, pues tenga por cierto que si de eso se enoja ofende a Dios. No se contienen en esta regla a los oficiales, a quienes toca cuidar de esto, pero son comprendidos en lo de la cota de malla.
                                                                                                                                                                                XLIV. De los frenos de los caballos.
                                                                                                                                                                                  A todos es útil este mandato establecido por nosotros para que de aquí adelante se guarde sin excusa. Y así ningún freile se atreva a tener ni hacer frenos de lana o lino para que sirvan a sus caballos. Las riendas podrán ser de estos materiales.
                                                                                                                                                                                    XLV. Que ninguno trueque o busque cosa alguna.
                                                                                                                                                                                      Queda dispuesto que ninguno sin licencia del Maestre pueda trocar cosa alguna con otro religioso, ni buscar o pedir sino cosa de poco precio y estimación.
                                                                                                                                                                                        XLVI. Que ninguno vaya a caza de cetrería.
                                                                                                                                                                                          Opinamos que ninguno debe ir a caza de cetrería, porque no está bien a un religioso vivir tan asido a los deleites mundanos sino oír la divina palabra, estar frecuentemente en oración, y en ella confesar a Dios, con gemidos y lágrimas, cada día sus pecados. Ninguno pues vaya con hombre que caza con halcones y otras aves de cetrería, por las causas que se han dicho.
                                                                                                                                                                                            XLVII. Que ninguno mate las fieras con ballesta o arco.
                                                                                                                                                                                              Conviene a todo religioso andar modestamente, con humildad, hablando poco y a su tiempo, y sin levantar mucho la voz. Especialmente mandamos que ningún religioso profeso intente en los bosques perseguir las fieras con ballesta o arco, ni vaya a este fin con quien cazare, sino para guardarle de los pérfidos gentiles; tampoco incite los perros, ni pique al caballo con intento de coger alguna fiera.
                                                                                                                                                                                                XLVIII. Que maten siempre a los leones.
                                                                                                                                                                                                  Porque sin duda se os ha fiado con especialidad a vosotros, y vivís con obligación de arriesgar vuestra vida por la de los prójimos, y borrar del mundo los infieles que persiguen al Hijo de la Virgen, y del León leemos que busca a quien tragar, y que sus garras están siempre contra todos, es preciso que las de todos estén contra él.
                                                                                                                                                                                                    XLIX. Que oigan la sentencia que contra ellos se profiriere en cualquier querella.
                                                                                                                                                                                                      Sabemos que son innumerables los enemigos de la santa Fe, y que procuran embarazar con pleitos a los que más los huyen. El parecer del Concilio, en esta parte, es que si alguno, en las partes orientales o en otra cualquiera, pidiere contra vosotros alguna cosa, oigáis la sentencia que dieren los jueces correspondientes y amigos de la verdad, y mandamos que sin excusa cumpláis lo que justamente se dispusiere.
                                                                                                                                                                                                        L. Que esta regla se observe en todo lo demás
                                                                                                                                                                                                          En todas las demás cosas que injustamente os quitaren guardad siempre la regla que antecede.
                                                                                                                                                                                                            LI. Que puedan todos los religiosos militares profesos tener tierras y vasallos.
                                                                                                                                                                                                              Por divina Providencia, según creemos, se comenzó por vosotros este nuevo género de Religión en los Santos Lugares, para que juntaseis con ella la milicia, y para que la Religión estuviere defendida con las armas para hacer guerra justa al enemigo. Con razón pues juzgamos que si os llamáis soldados del templo tengáis y poseáis (por el insigne y especial mérito de santidad) casas, tierras, vasallos, obreros, y los gobernéis y cobréis de ellos el tributo instituido y señalado.
                                                                                                                                                                                                                LII. Que se cuide mucho de los enfermos.
                                                                                                                                                                                                                  Sobre todo se ha de tener gran cuidado de los religiosos enfermos, y que se les sirva como a Cristo, teniendo muy en la memoria lo que dice en el Evangelio: Estuve enfermo, y me visitasteis. Los enfermos pues se han de sufrir con tolerancia y paciencia, porque sin duda con eso se merece abundante paga de Dios.
                                                                                                                                                                                                                    LIII. Que se asista a los enfermos con todo lo que hubieren menester.
                                                                                                                                                                                                                      Mandamos encarecidamente a los enfermeros que con toda atención den lo que fuere necesario para el servicio y curación de cualquier género de enfermedades, según la posibilidad de la casa; a saber, la carne, las aves, y lo demás que sea menester hasta que estén buenos.
                                                                                                                                                                                                                        LIV. Que ninguno enoje a otro.
                                                                                                                                                                                                                          Se ha de tener mucho cuidado en no dar uno ocasión de sentimiento a otro, porque la suma clemencia unió con vínculos de hermandad y amor igual a ricos y pobres.
                                                                                                                                                                                                                            LV. De qué suerte se han de recibir los casados que quisieren entrar en la hermandad.
                                                                                                                                                                                                                              Permitimos que recibáis en el número de los religiosos a los casados, pero con estas condiciones: que si desean ser participantes del beneficio de vuestra hermandad y comunicación, los dos ofrezcan, para después de su muerte, a la comunidad del capítulo parte de su hacienda y todo lo que adquirieren en este tiempo. Mientras vivan conserven honestidad de vida, y procuren el bien de sus hermanos; pero no lleven el vestido blanco. Si el marido muriere primero, deje su parte a los religiosos sus hermanos, y su mujer se sustente con la otra. Pero tenemos por inconveniente que estos hermanos casados vivan en una misma casa con los que tienen hecho voto de castidad.
                                                                                                                                                                                                                                LVI. Que fuera de éstas, no se admitan de aquí en adelante otras hermanas.
                                                                                                                                                                                                                                  Peligroso es asociar con vosotros, fuera de las dichas, algunas hermanas, porque el enemigo maligno echó a muchos del camino derecho del Cielo por la conversación con mujeres. Y así, hermanos carísimos, para guardar en su flor la pureza, no se permita de aquí en adelante ese trato y comunicación.
                                                                                                                                                                                                                                    LVII. Que los religiosos templarios no traten con descomulgados.
                                                                                                                                                                                                                                      Temed mucho, hermanos, y prevenid que ninguno de los soldados de Cristo comunique con algún excomulgado en público ni en secreto, ni frecuente sus casas, porque no le comprenda la misma excomunión. Pero si sólo estuviere suspenso, bien podrá comunicar con él y favorecer sus negocios.
                                                                                                                                                                                                                                        LVIII. Cómo se han de recibir los soldados seglares.
                                                                                                                                                                                                                                          Si algún soldado de vida perdida y estragada, u otro cualquier seglar, quisiere renunciar al siglo y sus vanidades, y pidiere ser recibido en vuestra compañía, no se le conceda luego lo que pide, sino, según enseña San Pablo, examínese el espíritu si es de Dios, y de esta suerte sea recibido en la Orden. Léase la regla en su presencia, y si prometiere obedecer con cuidado lo prevenido en ella, (si al Maestre y a los religiosos les pareciera bien el recibirle) convocados y juntos los hermanos, descúbrales y exponga con intención pura su petición y deseo. Después, empero, esté al arbitrio del Maestre el tiempo que haya de permanecer para acabar de probar su vocación, que será con arreglo al género de vida del que solicita ser recibido.
                                                                                                                                                                                                                                            LIX. Que no se llamen todos los religiosos para las juntas secretas.
                                                                                                                                                                                                                                              Mandamos que no se convoquen todos los freiles a consulta, sino solamente a aquellos que al Maestre le parecieren de buen juicio y prudencia. Pero cuando se tratare de otras cosas mayores, como es dar una encomienda, discutir sobre las cosas de la Orden, o recibir algún religioso, entonces, si al Maestre le pareciere convenir, llame toda la congregación, y oído el parecer de todo el capítulo, sígase lo que juzgare mejor el Maestre.
                                                                                                                                                                                                                                                LX. Que recen sin hacer ruido.
                                                                                                                                                                                                                                                  Mandamos de común parecer que recen conforme el fervor o devoción de cada uno, sentados o en pié, pero con suma reverencia, con modestia, y sin ruido para no estorbar a los otros.
                                                                                                                                                                                                                                                    LXI. Que se tome juramento a los que sirven.
                                                                                                                                                                                                                                                      Sabemos que muchos de diversas provincias, así escuderos como criados, desean con pura intención dedicarse por toda su vida al servicio de las almas en vuestras casas. Y así conviene que les toméis por juramento su fe y palabra, no sea que el enemigo ejercitado en hacernos guerra les persuada alguna cosa indigna del servicio de Dios, o los aparte arrebatadamente de su buen propósito.
                                                                                                                                                                                                                                                        LXII. Que los muchachos, mientras lo fueren, no se reciban entre los religiosos templarios.
                                                                                                                                                                                                                                                          Aunque la regla de los Santos padres permite recibir en los monasterios a los muchachos, no nos parece bien que vosotros os encarguéis de ellos. Pero si alguno quisiere dedicar algún hijo suyo o pariente a esta religión militar, críele hasta que tenga edad para echar esforzadamente, con las armas en la mano, de la Tierra Santa a los enemigos de Cristo. Después, conforme a la Regla, el padre o los parientes llévenle delante los religiosos, y representen a todos juntos su petición, porque mejor es no hacer en la edad primera los votos, que faltar a ellos después en edad madura.
                                                                                                                                                                                                                                                            LXIII. Que tengan siempre respeto a los ancianos.
                                                                                                                                                                                                                                                              Conviene respetar con piadosa atención a los ancianos, y sobrellevar la flaqueza de sus fuerzas, y no se les dé con cortedad lo que hubieren menester en cuanto lo permitiere la observancia de la regla.
                                                                                                                                                                                                                                                                LXIV. De los que andan por diversas provincias.
                                                                                                                                                                                                                                                                  Los que fueren enviados a diversas provincias, guarden la Regla cuanto sea posible en la comida y bebida, y en todo lo demás, viviendo sin hacerse reprehensibles, para dar buen ejemplo a los seglares. No desdoren de palabra ni obra el instituto de la religión, pero principalmente procuren dar muestras de virtud y buenas obras a los que más de cerca trataren. La casa donde se hospedaren sea de buena y segura fama, y si pudiere ser no falte luz en su cuarto de noche, no sea que a oscuras, lo que Dios no quiera, algún enemigo, fiado en las tinieblas, le dé la muerte. Mandamos que vayan donde supieren que se juntan los militares no excomulgados, pretendiendo en esto no tanto el consuelo espiritual, cuanto la eterna salvación de sus almas. Constituidos pues así los hermanos, que dirigimos a las partes ultramarinas con esperanzas de aprovechamiento, tenemos por loable que a los que quisieren entrar en esta Orden militar, los reciban de esta manera. Júntense ambos delante del obispo de aquella provincia, y oiga el prelado los deseos del que pide entrar en la Orden. Oída pues la petición, el religioso le envíe al Maestre y a los freiles que viven en el Templo de Jerusalén, y si su vida es ajustada y merecedora de tal compañía, recíbanle con toda piedad, si así le pareciere al Maestre y religiosos. Si en este tiempo muriere, hágansele los sufragios como a hermano de esta Orden militar de Cristo, en recompensa de sus trabajos y fatigas.
                                                                                                                                                                                                                                                                    LXV. Que el sustento se dé a todos con igualdad.
                                                                                                                                                                                                                                                                      Conviene que a todos los religiosos se les dé el sustento necesario, según la posibilidad de la casa, y con igualdad, porque no parece bien la excepción de personas, bien que es muy necesaria la atención a los que padecen algunos achaques.
                                                                                                                                                                                                                                                                        LXVI. Que los caballeros templarios posean diezmos.
                                                                                                                                                                                                                                                                          Creemos que habiendo dejado las muchas riquezas que poseíais os sujetasteis a la pobreza voluntaria. Y así a vosotros, que vivís en comunidad, os concedemos que poseáis algunos diezmos de esta manera. Si el obispo quisiere daros algunos de su iglesia por amor de Dios, de consentimiento de todo el Capítulo se os debe dar a vosotros de aquellos diezmos que se sabe posee la iglesia. Pero si cualquier seglar os quisiere dar la décima parte de su hacienda, obligándola a tal cantidad, sólo con licencia del que presida y de su voluntad, y no a la del Capítulo, se debe distribuir.
                                                                                                                                                                                                                                                                            LXVII. De los pecados mortales y veniales.
                                                                                                                                                                                                                                                                              Si alguno en la conversación o en la campaña cayere en alguna falta leve, de su propia voluntad la descubra al Maestre para satisfacer por ella. Culpas ligeras, sino fueren muy frecuentes, castíguense con leve penitencia. Pero si, callando él su culpa, otro se la avisare al Maestre, castíguese con mayor y más rigurosa pena. Mas si la culpa fuere grave, sepáresele de la Comunidad de los demás religiosos, no coma con ellos sino aparte, sujeto en todo a la disposición y arbitrio del Maestre para quedar libre y seguro en el día del juicio.
                                                                                                                                                                                                                                                                                LXVIII. Por qué delito han de ser despedidos.
                                                                                                                                                                                                                                                                                  Se ha de prevenir primeramente que ninguno flaco, esforzado, poderoso o pobre, si pretendiere sobreponerse y aventajarse a los demás, quede sin castigo. Si no se corrigiere, désele mayor penitencia. Pero si con avisos suaves y amonestaciones no quisiere enmendarse, antes bien se desvaneciere más y más, ensoberbeciéndose, entonces échenle del piadoso rebaño de Cristo, siguiendo al Apóstol que dice: Arrojad de vuestra compañía al malo. Forzoso es arrojar la oveja pestilente de la comunidad de los fieles. El Maestre pues, que tiene el báculo y la vara en la mano (báculo para sustentar los flacos, vara para castigar con celo santo los delitos) no se resuelva a castigar sino con parecer del Patriarca, y habiéndolo encomendado a Dios, no sea, como dice el Máximo, que la demasiada blandura relaje el justo rigor, o la demasiada aspereza desespere los delincuentes.
                                                                                                                                                                                                                                                                                    LXIX. Que desde Pascua hasta todos Santos no vistan sino una camisa de lino.
                                                                                                                                                                                                                                                                                      Por atender al mucho calor que hace en esas partes orientales, dese desde Pascua de Resurrección hasta todos Santos una camisa de lino, y no más, no por obligación, sino por gracia o indulgencia a cada uno, o a aquel digo que quisiere usar de ella. Pero en lo demás del año todos vistan camisas de lana.
                                                                                                                                                                                                                                                                                        LXX De lo preciso para las camas.
                                                                                                                                                                                                                                                                                          De común parecer mandamos que si no es con grave ocasión duerma cada uno en cama aparte. Tenga cada uno su lecho decente, según la disposición del Maestre. Parécenos que basta a cada uno un colchón, almohada y manta. A quien le faltare alguna de estas tres cosas, désele un cobertor o cubrecama y en todo tiempo se le permite una sábana de lino. Ninguno duerma sin camisa ni calzoncillos. Nunca falte luz en el dormitorio de los hermanos.
                                                                                                                                                                                                                                                                                            LXXI. Del evitar la murmuración.
                                                                                                                                                                                                                                                                                              Mandamos que huyáis la emulación, envidias, y murmuraciones como de perniciosísima peste. Procure pues cada uno no culpar ni murmurar de su hermano en ausencia, conforme al consejo del Apóstol: No seas acriminador ni murmurador en el pueblo. Cuando supiere claramente que su hermano ha caído en alguna falta, repréndale a solas y con caridad fraterna y pacífica, para cumplir con lo que manda el Señor. Si no hiciere caso de él, llame a otro para el mismo efecto. Si despreciare el aviso de entrambos, avísele delante de toda la Comunidad, porque sin duda están muy ciegos los que murmuran de otro, y muy desgraciados los que son envidiosos y vienen a caer en los lazos de nuestro antiguo y engañoso enemigo.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                LXXII. Que huyan los abrazos de cualquier mujer.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                  Peligroso es atender con cuidado el rostro de las mujeres; y así ninguno se atreva a dar ósculo a viuda ni doncella, ni a mujer alguna, aunque sea cercana en parentesco, madre, hermana, ni tía. Huya la caballería de Cristo los halagos de la mujer, que ponen al hombre en el último riesgo, para que con pura vida y segura conciencia llegue a gozar de Dios para siempre.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Amen.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    LOS TEMPLARIOS Y LAS CRUZADAS


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Las cruzadas fueron una serie de campañas militares durante la Edad Media europea contra los musulmanes del Medio Oriente que habían conquistado Jerusalem "Tierra Santa". En 1076, los musulmanes habían capturado Jerusalén - El más santo de los santos lugares para los cristianos. Jesús había nacido en la cercana Belén y había pasado la mayor parte de su vida en Jerusalén donde fue cruxificado. No había lugar más importante en la Tierra que Jerusalén para un verdadero cristiano razón por la cual los cristianos de Jerusalén la llamaron la "Ciudad de Dios".

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El origen de la palabra Cruzados puede atribuirse a la cruz de tela y usada como insignia en la ropa exterior de los que tomaron parte en estas empresa de reconquista de Tierra Santa (Jerusalem). Sin embargo, Jerusalén fue también muy importante para los musulmanes ya que Mahoma, el fundador de la fe musulmana, porque ahí se encuentra la Mezquita de la Roca también llamada la Mezquita de Omar o la Cúpula de la Roca que es uno de los lugares más sagrados de la religión islámica, por ser considerado el lugar desde el cual Mahoma ascendió al cielo.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Por lo tanto los cristianos lucharon para recuperar la Tierra Santa (Jerusalem) mientras los musulmanes lucharon para mantener Jerusalén. Estas guerras iban a durar casi 200 años desde el año 1095 - 1291.



                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Representación del asedio de Antioquía durante la primera cruzada en una miniatura medieval.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud. Se instalaron en el desfiladero de Athlit, desde donde protegían los pasos cerca de Cesarea. De todas maneras, hay que tener en cuenta que se sabe que eran nueve caballeros; pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían realmente la orden al principio, ya que todos los caballeros tenían un séquito menor o mayor. Se ha venido a considerar que por cada caballero habría que contar tres o cuatro personas más, por lo que estaríamos hablando de entre treinta y cincuenta personas, entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etc. Sin embargo, su número aumentó de manera significativa a aprobarse la regla, y ese fue el inicio de la gran expansión de los "pauvres chevaliers du temple". Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de las actuales naciones de Francia, Alemania, Reino Unido, España y Portugal. Su expansión territorial contribuyó a incrementar enormemente su riqueza, la mayor en todos los reinos de Europa.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Cuadro de Augusto Ferrer Dalmau

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Los templarios participaron de forma destacada en la Segunda Cruzada, durante la cual protegieron al rey Luis VII de Francia luego de sus derrotas ante los turcos.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Luis VII de Francia

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Hasta tres grandes maestres cayeron presos en combate en un lapso de 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint-Amand y Gerard de Ridefort (1187).


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Pero las derrotas ante Saladino, sultán de Egipto, los hicieron retroceder.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Saladino, el gran heroé del mundo islámico

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Así, el 4 de julio de 1187, en la batalla de los Cuernos de Hattin, que tuvo lugar en Tierra Santa, al oeste del mar de Galilea, en el desfiladero conocido como Cuernos de Hattin (Qurun-hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes templarios y hospitalarios a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas de Saladino. Este les infligió una gran derrota, en la que el gran maestre de los templarios Gérard de Ridefort cayó prisionero y perecieron muchos templarios y hospitalarios. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó con el reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la Tercera Cruzada y las gestiones de Ricardo I de Inglaterra (llamado Corazón de León) lograron un acuerdo con Saladino para convertir Jerusalén en una especie de ciudad libre para el peregrinaje.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Después del desastre de los Cuernos de Hattin, las cosas empeoraron.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Batalla de los Cuernos de Hattin, en 1187, momento decisivo de las Cruzadas.



                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Saladino y Guido de Lusignan tras la batalla de los cuernos de Hattin

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    En 1244 Jerusalén, que había sido recuperada 16 años antes por el emperador Federico II por medio de pactos con el sultán Al-Kamil, cayó definitivamente. Los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con otras dos grandes órdenes monástico-militares: los hospitalarios y los teutónicos.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Las posteriores cruzadas (la Cuarta, la Quinta y la Sexta), a las que también se alistaron los templarios, no tuvieron repercusiones prácticas en Tierra Santa o fueron episodios demenciales (como la toma de Bizancio en la Cuarta Cruzada).

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como san Luis) decide convocar y liderar la Séptima Cruzada, pero su objetivo ya no es Tierra Santa, sino Egipto. El error táctico del rey y las pestes que sufrieron los ejércitos cruzados condujeron a la derrota de Mansura y a un desastre posterior en el que el propio Luis IX cayó prisionero. Fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, quienes negociaron la paz y prestaron al monarca la fabulosa suma que componía el rescate a pagar por su persona.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Luis IX de Francia (cuadro de El Greco)

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    En 1291 se produjo la Caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su maestre, Guillaume de Beaujeu. Constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la orden, que mudó su cuartel general a Chipre, isla de su propiedad tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Caída de Acre

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    La convivencia de templarios y soberanos en Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda hasta tal punto que la orden participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico. Esto permitió a la orden sobrevivir en la isla hasta varios años después de su disolución en el resto de la cristiandad (1310).



                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Isla de Arwad Siria

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Los templarios intentarían reconquistar cabezas de puente para penetrar nuevamente desde Chipre en Cercano Oriente. Fue la única de las tres grandes órdenes de caballería que lo intentó: los hospitalarios y los caballeros teutónicos orientaron sus intereses a otros lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición o murieron (Barthélemy de Quincy y Hugo de Ampurias) o fueron capturados (fray Dalmau de Rocabertí).


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Cuando se perdió la isla de Arwad


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    A la postre, este esfuerzo se revelaría inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad como por el hecho de que la mentalidad había cambiado y a ningún poder de Europa le interesaba conquistar los Santos Lugares. Los templarios quedaron aislados. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron era su intención de convencer al rey francés para emprender una nueva cruzada.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    (Fuente)


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    LOS TEMPLARIOS EN ESPAÑA


                                                                                                                                                                                                                                                                                                      La Orden, reconociendo Hugo de Payens la importancia que tenía el asegurar los recursos de Occidente, se extendió rápidamente por Europa, especialmente desde el citado concilio de Troyes en Enero de 1129. En Francia e Inglaterra la entusiástica predicación de San Bernardo logró que entre 1128-1130, la Orden ya gozara de una importantísima base de propiedades y miembros con las que sustentar sus campañas orientales. En Portugal, tenemos las primeras donaciones en 1128, cuando se le encomienda la defensa del castillo fronterizo de Soures así como se les otorga diversas propiedades en la retaguardia para su mantenimiento. En la Corona de Aragón -reinos de Aragón y Cataluña- su presencia también es temprana, datándose en los años 1130-31, mientras que para Navarra la fecha se retrasa hasta 1133.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                        En los reinos de Castilla y León su aparición parece ser más tardía, siempre recordando que la definitiva unión de estos dos reinos no se produjo hasta 1230. En el reino de Castilla, tenemos su primera referencia como la de un gran fracaso. Es el episodio de la renuncia del Temple a defender la villa de Calatrava. Episodio que daría lugar a la creación de la Orden Militar del mismo nombre, en 1157. Evidentemente antes de esa fecha ya deberíamos contar con la presencia de templarios en Castilla, sin embargo no hay constancia de ello. En cualquier caso, todo parece indicar que las primeras donaciones a la Orden deben datar de la década de 1140. Aunque haya que retrasar la aparición de las primeras encomiendas templarias independientes en los reinos de Castilla y León hasta finales de los 1150, siendo la zona de Tierra de Campos una de sus primeros feudos.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El castillo templario que guardó la espada de El Cid : castillo de Monzón (Huesca) 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                        El motivo o función de la Orden del Temple en la península hay dos posturas enfrentadas. Los que defienden que su único objetivo era la extracción de recursos materiales y humanos, para enviarlos a Oriente; y los que defienden que, sin obviar para nada ese papel al que por regla estaban obligados, sí se llegaron a comprometer activa y militarmente en las campañas de la reconquista. Con respecto al papel militar, es incuestionable su presencia en numerosos campos de batalla al servicio de los reyes desde la segunda mitad del s. XII hasta finales del s. XIII, interveniendo incluso como consejeros reales -junto a los Maestres del resto de las Órdenes Militares-. Hay que destacar que, aun a costa de una división dentro de la Orden, los Templarios fueron los únicos que se mantuvieron fieles a Alfonso X cuando éste se vio enfrentado a su rebelde hijo Sancho, en 1280. Así mismo, el papel militar de la Orden, aunque sólo fuera por el número de efectivos, no se puede comparar con el de las huestes reales o incluso el de las Ordenes militares nacionales, como Santiago, Calatrava o Alcántara. Sin embargo, no olvidemos que las Órdenes Militares siempre eran las primeras tropas en estar disponibles ante cualquier situación y que su moral de combate era muy alta, especialmente reforzada por la propia Regla, que en el caso de los Templario estipulaba que ningún miembro de la Orden podía retirarse sin permiso justificado del maestre, si no se enfrentaba hasta con más de 4 enemigos por cada freire.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Castillo de San Servando en Toledo

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    La discutida vida de los templarios en el reino de Castilla y León tuvo uno de sus máximos exponentes en la encomienda de Villalcázar de Sirga (Palencia). Situada entre Fromista y Carrión de los Condes, en pleno camino de Santiago y, en principio, con una significancia económica, se ha visto rodeada de diferentes incógnitas respecto a su historia y función, así como lo estuvo su propia Orden. No está claro si llegó a ser fortaleza, poseer torre fortificada o tener algún significado militar. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Encomienda de Villalcázar de Sirga 

                                                                                                                                                                                                                                                                                                     ¿Qué era una encomienda? No era ni más ni menos que un centro administrativo desde el cual se regía un cierto número de tierras, propiedades y vasallos en sus alrededores. A la cabeza de cada encomienda había un freire encomendador, a cuyas órdenes podían estar otros freires y hermanos religiosos. Debajo de ellos estaban los siervos feudales; y en un escalón intermedio aquellas personas o caballeros que habiendo decidido ayudar a la Orden bien con su trabajo, bien con su esfuerzo guerrero, para gozar de beneficios espirituales, pero sin querer integrarse plenamente en ella, se adscribían a ella por tiempo limitado. En un escalón parecido se encontraban los sargentos, miembros de pleno derecho de la orden pero que no tenían el estatus de caballero. Las encomiendas podían ser de carácter primariamente económico, militar -en este caso se articulaban en torno a un castillo fuerte- o conventual. Por encima de los comendadores se encontraban los Maestres provinciales y por encima de todos ellos el gran Maestre, con sede en Tierra Santa, lugar donde se asentaba el cuartel general de las Orden.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                        En 1310, cuando los arzobispados de Santiago y Compostela citan a los caballeros Templarios a comparecer en Medina del Campo para asistir al proceso que se iba a llevar contra ellos y que acabaría en la sentencia de Salamanca, se citan treinta y cuatro encomiendas, cada una de ellas reuniendo varias propiedades y/o castillos. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Conjunto Templario-Hospitalario de Umbel, en Aragón.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    La piedra de toque para su disolución había sido las ansias del monarca francés Felipe el Hermoso de quitarse de encima a sus banqueros Templarios, con los que había contraído numerosas y cuantiosas deudas -después de haber hecho lo mismo con sus banqueros judíos. El papa declaró abolida la Orden, sus propiedades confiscadas, y sus miembros pasados a juicio en cada reino ese mismo año, el 22 de Noviembre. En Castilla-León ocurrió lo mismo. Se les convocó en Medina del Campo en la primavera de 1310 y fueron juzgados en el concilio de Salamanca a finales de ese mismo año. La resistencia, a pesar de que contaban con importantes castillos, fue testimonial y no tardaron en ampararse bajo protección real. En ambas ocasiones, se demostró la inocencia de la Orden y sus miembros, de las acusaciones vertidas contra ellos. Pero ante la sentencia papal del 22 de Marzo de 1312 se disolvió de hecho la Orden y sus bienes fueron expropiados.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    (Fuente)


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    LA POTENCIA ECONOMICA DE LA ORDEN DEL TEMPLE

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Los caballeros del Temple fueron unos auténticos maestros en el manejo de la letra de cambio inventada por los mercaderes venecianos y genoveses.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Lo hacían del siguiente modo: un viajero deseaba efectuar un viaje de peregrinación o de negocios, se ponía en contacto con los templarios y depositaba en su encomienda más cercana el dinero que calculaba necesitar en su desplazamiento. Los templarios, contra ese dinero, le hacían entrega de un documento mediante el cual, el viajero tenía la posibilidad de recuperar sus fondos según fuera necesitándolos, en cualquier casa templaria de su camino y en la moneda de curso legal de cada tierra. El documento era personal, de modo que, al menos en teoría, quedaba garantizada la seguridad de la fortuna depositada contra cualquier tipo de robo o de suplantación.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Métodos como éste, con el añadido de las rentas, de los legados y de las donaciones que hacían muchas veces los nuevos miembros, pusieron a los monjes del Temple en situación de ser la potencia económica más fuerte de Europa y de todo el Mediterráneo. Con el dinero de la orden –no hay que olvidar que sus miembros hacían voto de pobreza personal–, llegaron a dominar prácticamente la economía de los reinos cristianos de Oriente, y a ser los dueños efectivos, en competencia con genoveses y venecianos, del comercio marítimo mediterráneo.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                    La fortuna económica templaria llegó a ser extraordinaria, y sobre ella se ha hecho toda clase de especulaciones, desde la afirmación –gratuita e improbable– de que poseían un secreto alquímico, hasta la sospecha –ya más fundada– de que lograron poner en explotación, con la ayuda de mineros germanos, las minas romanas de Coume-Sourde. Sólo se trata de suposiciones para justificar unos bienes que serían la única excusa para explicar su poder y las virtudes de su administración .


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    En su actuación peninsular, lo económico jugó también para los templarios un papel preponderante ya desde el principio de su asentamiento. La producción y la venta de sal en el reino de Aragón estuvo prácticamente en sus manos. No hubo acción guerrera en la que intervinieran sin la promesa o la esperanza de un beneficio económico o territorial. En este sentido, al margen de los fines expresados en su regla, se comportaron exactamente igual que cualquier otro grupo armado, nacional o feudal. En sus posesiones se atribuyeron siempre el derecho de recaudar impuestos locales, sin tener que dar cuenta a nadie, ni siquiera al rey, ni a las autoridades eclesiásticas superiores, porque el Temple no reconocía en la realidad ningún poder por debajo del Papa.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Sin embargo, hay más de leyenda que de auténtica realidad en la supuesta fortuna fabulosa del Temple. O al menos hay que pensar que, jugando de nuevo las significantes del símbolo, todo cuanto se ha dicho respecto a los tesoros templarios, va encaminado más hacia la pista de un tesoro interior –ficticio o real–, que a un hipotético supercapital económico.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Es cierto, absolutamente cierto, que la orden poseyó muchos bienes. Prescindiendo de los datos proporcionados por los estudios realizados en Francia, las actas del concilio de Salamanca nos revelan que sólo en el reino de Castilla poseían 12 conventos y 24 bailías. Por su parte, Forey da una lista de 36 castillos o conventos templarios en los países que formaban parte de la corona de Aragón en el siglo XIII. Comparándolo con los bienes que por entonces tenían en Castilla o en Aragón, o en Portugal las otras órdenes religiosas, ¿significaba realmente una tan gran potencia económica todo ese cúmulo de posesiones?

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Cuando la orden tenía oportunidad de adquirir dinero líquido, se apresuraba a invertirlo en nuevos territorios previamente elegidos. Es así como cabe suponer que pudieron comprar en 1303 las tierras de Culla a Guillén de Anglesola por medio millón de sueldos jaqueses. Poco tiempo antes, según lo notifican los documentos, el gran maestre Jacobo de Molay había regresado de Chipre con todos los fondos de la orden en Oriente. Estos fondos fueron destinados a la adquisición de nuevos bienes; y a los templarios de Aragón pudo tocarles esto, como a los de Francia les permitió la compra de nuevas tierras en el valle del Ródano, en Tréveris y en el Beaucaire.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Las encomiendas templarias eran de dos tipos: las hubo dedicadas al cultivo y a la cría de ganado. Otras, situadas en lugares más apartados y más inhóspitos, fueron centros iniciáticos de la orden; enclaves en los que muy probablemente se entregaron a la experiencia esotérica. Con las primeras ensayaron –con éxito, mal que les pesara a los señores feudales y a los reyes– un tipo de convivencia social nuevo, liberalizando a los hombres de la tierra con vistas a la experiencia futura de un gobierno universal que nunca pudieron siquiera proyectar. En las segundas prepararon a los escogidos de la orden para alcanzar un conocimiento que estaba precisamente allí, presente y escondido a la vez, en el mismo recinto de la encomienda o en sus proximidades.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Encomienda templaria en Alepo


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    En sus establecimientos ciudadanos buscaron también conscientemente la proximidad, la vecindad de los barrios judíos. Sucedía así en Ponferrada, en Gerona, en Aracena, en Valencia, en Mallorca. Este ha sido uno de los indicios que han hecho afirmarse a muchos historiadores sobre los fines económicos y comerciales del Temple. Era muy fácil la asociación: los judíos dedicados a los negocios, a la usura y al cobro de tributos. Junto a ellos, los templarios, banqueros y, ocasionalmente también, almojarifes de las rentas reales. Sin embargo, hay al menos una circunstancia que conduce a pensar en otras razones, una circunstancia que se ve como fundamental a la hora de calibrar realidades y razones comerciales y económicas de los templarios, una circunstancia en la que intervienen nuevamente –aunque parezca mentira–, las razones simbólicas. El tesoro templario existía, y en realidad aún existe. Sólo que no se trata de un tesoro de monedas y piedras preciosas, ni de vasos materialmente valiosos. Es otro tipo de tesoro, simbólico como tantos otros símbolos ocultistas que el pueblo ha trasmitido sin conocer el significado exacto de las palabras.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    (Fuente : Extraído del libro La meta secreta de los templarios, de Juan G. Atienza)

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    .


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    LA CAÍDA DE LOS TEMPLARIOS

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    La caída de los templarios aconteció a principio del siglo XIV, cuando se inició una persecución contra los caballeros templarios que terminó con la disolución de la orden, y la captura y ejecución de varios de sus miembros. El principal instigador fue Felipe IV de Francia, “el Hermoso”, que presionó al Papa Clemente V para que disolviese la orden.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Felipe IV (1268-1314) El Hermoso. Llamado también el rey de hierro o el rey de mármol, por su rigidez y su fama de imperturbable.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El rey Felipe IV de Francia decidió acabar con los Templarios por dos razones: por un lado, había heredado una gran deuda con la orden por el rescate de su abuelo, Luis IX, durante la Séptima Cruzada; por otro lado, el poder e influencia de la orden en Francia suponían un obstáculo para el proyecto político del rey de una monarquía fuerte que acumulase todo el poder.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Tantas cosas y tan graves llegaban a oídos del Papa sobre los crímenes de los Templarios, que llegó a dudar de su culpabilidad y trató con los cardenales, de hacer una encuesta formal. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El Papa Clemente V

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Y como el mismo gran maestre de la Orden, Jacobo de Molay, reclamara una averiguación en regla a fin de que se demostrase la inocencia de los suyos, determinó el sumo pontífice poner manos en el asunto. Bien conocía Felipe la lentitud de un proceso canónico, por eso no quiso aguardar el resultado de la encuesta pontificia. Y de pronto, en la mañana del 13 de octubre de 1307, por un golpe de mano que cogió a todos de sorpresa, los esbirros del monarca apresaron a los dos mil templarios de Francia y se apoderaron de sus bienes muebles e inmuebles.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Jacobo de Molay

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    De esta forma el último gran maestre de la orden, Jacques de Molay, y ciento cuarenta templarios más fueron capturados y obligados a confesar diversos crímenes bajo tortura. Entre otras cosas se les acusaba de sodomía, adorar a Baphomet y renegar de Cristo escupiendo y orinando en la cruz.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Este procedimiento fue totalmente corrupto, pues los templarios, como miembros de una orden militar, debían ser procesados por el Derecho Canónigo y no por la justicia ordinaria, y se llevó a cabo sin la autorización del Papa. Por esto mismo Clemente V declaró e juicio íntegramente nulo. Con una nube falsa de crímenes escandalosos y repugnantes se trató de sofocar la impresión popular de extrañeza y estupor. Muchos se dejaron engañar por la propaganda, pero no así el Papa, que con fecha 27 de octubre se dirigió al rey para reprocharle acerbamente tan horrible atentado. Para juzgar en materia de religión y de fe, el rey no tiene competencia alguna, y, tratándose de personas eclesiásticas, sólo la Iglesia Romana puede juzgarlas. “Pero tú, hijo carísimo, lo decimos con dolor, despreciando toda regla y a pesar de que nosotros estábamos tan cerca (para que nos consultases), has puesto tu mano sobre las personas y los bienes de los Templarios". Le anuncia la misión inmediata de dos cardenales que le manifestarán su dolor, y en cuyas manos deberá poner hodie citius quam cras las personas y los bienes incautados. Ya no admite duda que Felipe el Hermoso arrojó en prisión a los caballeros del Templo sin licencia ni conocimiento de la Santa Sede. Fué un grave atentado, una infracción de todas las leyes constitutivas de la sociedad en la Edad Media, según las cuales solamente la Iglesia poseía jurisdicción sobre sus miembros.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Un hecho que no ha sido bastantemente destacado y cuya importancia es capital fué el papel que jugó la Inquisición. El confesor de Felipe el Hermoso, Guillermo de Nogaret, era, por nombramiento pontificio, inquisidor general del reino y dirigía a aquellos Padres de su Orden que en cada provincia estaban encargados de castigar la herejía. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Guillermo de Nogaret

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Guillermo de Nogaret se convirtió en agente de Felipe el Hermoso. Puso la Inquisición al servicio del rey: ordenó a los diferentes inquisidores del reino perseguir a los Templarios. Y aquí conviene hacer una distinción importante: sólo el Papa tenía el derecho de encausar a la Orden entera; por eso los inquisidores formaron proceso individualmente a cada templario; de este modo no se cometía ilegalidad alguna, al menos en apariencia. El rey no intervenía sino a ruegos del inquisidor general, el cual le suplicaba poner el brazo secular a disposición de la Iglesia. Esto era una detestable hipocresía, pero de parte del rey había estricta legalidad. Mas ¿cómo no hacer recaer la afrenta sobre la cabeza de los inquisidores, que prostituyeron a pasiones humanas su temible ministerio y se hicieron cómplices de Felipe el Hermoso? Clemente V no pudo tolerar esta indigna comedia. Habían abusado de sus derechos inquisitoriales, olvidando sus deberes, y el papa los castigó como indignos, suspendió el poder de los inquisidores en Francia y avocó la causa a su tribunal. Felipe el Hermoso recibió con grandes muestras de cordialidad a los cardenales legados, protestó de su fidelidad a la Iglesia, reconoció plenamente los derechos de la Santa Sede, prometiendo poner a su disposición las personas de los Templarios, y se dio por contento de que los bienes de la Orden, en el caso que se demostrase culpable, se empleasen en favor de Tierra Santa.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El rey estaba contento, porque en los primeros interrogatorios, hechos con ayuda de la Inquisición, del 19 de octubre al 24 de noviembre de 1307, había obtenido más de lo que hubiera podido imaginar. De los 138 templarios que comparecieron ante el inquisidor general, sólo cuatro persistieron en confesar su inocencia y la de la corporación; todos los demás, incluso los más altos dignatarios, admitieron que al ingresar en la Orden se habían hecho reos de blasfemias contra Cristo y de irreverencias contra la santa cruz; dos terceras partes de los sometidos a interrogación aceptaron como verdadera la acusación de los ósculos inhonestos; una cuarta parte, poco más o menos, afirmó la incitación oficial a pecados contra naturam, pero haciendo constar que ellos jamás habían perpetrado tal crimen. El mismo gran maestre, Jacobo de Molay, confesó haber renegado de Cristo y haber escupido a la cruz; más aún, tuvo la debilidad incomprensible en un caballero de enviar una carta a todos los templarios exhortándolos a confesar los crímenes de que eran acusados, como lo había hecho él.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    ¿Merecen fe tales confesiones? Ninguna, según veremos en seguida. Nótese desde ahora que eran comisarios del rey los que hacían el interrogatorio, y aterrorizaban con amenazas de muerte, y por lo pronto con la tortura, a los presuntos reos; sólo cuando éstos se ablandaban y cedían, prometiendo declarar todo, pasaban a los comisarios de la Inquisición, los cuales repetían el interrogatorio y levantaban acta. Nótese además que, si fuesen en realidad culpables de esos crímenes horribles que figuraban en la lista de Nogaret, lo serían seguramente de otros pecados y herejías semejantes; ahora bien, nadie confiesa de sí o de la Orden más crímenes que los que figuran en el interrogatorio, y aun ésos los declaran en términos tan uniformes y sin variación de circunstancias, que parecen no saber decir otra cosa sino la que les presentan escrita.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    De todos modos, el proceder de Jacobo de Molay demuestra que, si era un bravo soldado en la guerra, era un cobarde ante los jueces. Débil de carácter y hombre sin cultura y sin letras, se sintió confuso y embarazado, no acertando a librarse de los lazos que le tendían los juristas; él se lamentará más tarde de haberse encontrado solo, sin un consejero a quien consultar.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Cuando llegaron a París los dos cardenales Berenguer Fredol y Esteban de Suizy, enviados por el papa, y pudieron hablar con Jacobo de Molay y con los principales templarios encarcelados, éstos retractaron lo que habían confesado por miedo a la muerte ante los inquisidores y protestaron de su inocencia.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El Cardenal Berenguer Fredol fue un cardenal nepote: un cardenal promovido por un papa que es su tío  o, de un modo más general, su pariente
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    No obstante las buenas palabras que Felipe había dado al papa y a los cardenales legados, su propósito de procesar y condenar a los Templarios permanecía inmutable. Habiendo consultado a la facultad teológica de París si podía él, con su autoridad regia, apresar a los herejes, encausarlos y castigarlos, la respuesta que recibió fué negativa. Trató entonces de arredrar al Papa propalando contra él graves acusaciones de negligencia en su oficio de sumo pastor y de mal gobierno de la Iglesia. Al servicio del rey en esta campaña se puso la pluma del jurista Pedro Dubois, hombre de más fantasía y apasionamiento que moderación y sentido de la realidad. En diversos opúsculos, ya en francés, ya en latín, diseminaba notiticias infamantes de Clemente V, diciendo que era peor que Bonifacio VIII por su simonía y nepotismo; que extorsionaba al clero; que se había dejado sobornar por el dinero de los Templarios, herejes culpables y confesos, a quienes favorecía, oponiéndose al celo católico.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    A fin de preparar todavía mejor el ambiente adverso a los Templarios y de presentarse ante el papa como representante de la voz popular, convocó los estados generales (nobleza, clero y burguesía) para el mes de mayo de 1308 en la ciudad de Tours. Los convocados aprobaron unánimemente el parecer del rey, proclamando públicamente que los Templarios eran dignos de la pena de muerte por herejes y criminales nefandos. El proceso eclesiástico, escudado con este voto nacional, se dirigió al encuentro de Clemente V, con quien celebró una transcendental entrevista en la ciudad de Poitiers. En nombre del rey habló el 29 de mayo Guillermo de Plaisians, alter ego de Nogaret, pronunciando un violento discurso delante del sumo pontífice y otro de tonos aún más subidos el 14 de junio.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Estados generales de Tours

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Apeló luego Felipe a medidas más diplomáticas, y, encauzando el negocio en formas canónicas, como si cediera a la voluntad del Papa, aceptó que la causa de los Templarios la instituyese jurídicamente la Iglesia, no el rey; todos los templarios que se hallaban en las cárceles del Estado serían puestos a disposición del pontífice, el cual investigaría su culpabilidad; pero entre tanto, como el Papa no podía custodiar a tantos presos, sólo una parte de ellos serían enviados a Poitiers, quedando los demás temporalmente en las cárceles del Estado. Los bienes de los Templarios, en caso de ser suprimida la Orden, no se emplearían sino en provecho de Tierra Santa; por lo pronto, su administración debía confiarse al obispo de cada diócesis y a otro agente presentado por el rey. De hecho, solamente 72 templarios, bien seleccionados por Felipe y por Nogaret, fueron puestos a disposición del papa en Poitiers. Interrogados delante del sumo pontífice, los 72 confesaron que la Orden era culpable, admitiendo los crímenes de que eran acusados con tal desvergüenza, que parecían gozarse en declarar sus delitos.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Clemente V, interrogando a los Templarios.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Impresionado el Papa por estas confesiones, que parecían exentas de toda coacción, empezó a dudar de la culpabilidad de la Orden templaría y mandó se entablase en regla un proceso eclesiástico. Clemente V quería que se hiciese distinción entre los crímenes de la Orden en cuanto tal y los crímenes de las personas particulares. Había, pues, que hacer una doble inquisición; la inquisición episcopal, que se efectuaría en cada diócesis, y la pontificia, dirigida por el Papa. La primera estaría a cargo de una comisión integrada por el obispo con dos delegados del cabildo, más dos frailes dominicos y dos franciscanos, y examinaría a los templarios de aquella diócesis; la sentencia sería dictada por un concilio provincial. La otra pertenecía al sumo pontífice, quien juzgaría al gran maestre y a los altos dignatarios, y, finalmente, en un concilio general, que había de celebrarse en Vienne, dictaminaría sobre la suerte definitiva de la Orden. El 12 de agosto de 1308 intimaba Clemente V a los obispos y arzobispos lo que debían hacer, y como cada día que pasaba se persuadía más de la conveniencia de la abolición canónica, el 22 de noviembre dispuso que en todas las naciones fuesen arrestados los Templarios y sus bienes se colocasen bajo la administración de la iglesia. Sin duda pretendía evitar que los reyes se apoderasen de ellos, como lo había hecho al principio el de Francia.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Mientras los obispos de toda Europa organizaban sus comisiones para el examen de la ortodoxia y moralidad de los acusados, la comisión pontificia, constituida por tres cardenales y muchos otros eclesiásticos, por lo general adictos al rey, declaró abierto el proceso el 6 de agosto de 1309. Las audiencias no se inauguraron hasta el 26 de noviembre, en el palacio episcopal de París. Y el primero en comparecer fué Jacobo de Molay. Preguntáronle si estaba dispuesto a defender a la Orden. Respondió que, estando prisionero del papa y del rey, se hallaba en situación difícil para hacerlo. Cuando le leyeron las confesiones por él hechas anteriormente, se santiguó dos veces lleno de estupor y pidió un plazo de doce días para deliberar. Al comparecer por segunda vez, se le hizo la misma pregunta, a la que contestó: “Yo soy un pobre caballero sin letras; sólo delante del papa diré lo que pueda por el honor de Cristo y de la Iglesia".

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Y en el momento de retirarse tuvo un momento de valor, pues volviéndose hacia el tribunal, exclamó; “Por aliviar mi conciencia, yo os diré tres cosas: la primera es que no conozco ninguna religión cuyas capillas e iglesias posean más hermosos ornamentos que los del Templo; sólo las catedrales nos superan; la segunda, que yo no conozco religión que haga más limosnas que la nuestra ; la tercera, que nadie ha derramado tanta sangre como los Templarios por la fe cristiana".

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Una voz le interrumpió: “sin la fe, de nada sirve para la salvación". Y Molay replicó: «Así es en verdad, pero yo creo en Dios, en la santa Trinidad, en toda la fe católica, unus Deus, una fides, una Ecdesia". Intervino Nogaret, que se hallaba en la sala, contando una historieta calumniosa de los Templarios palestinenses basada en un supuesto dicho del sultán Saladino. Negó Molay la verosimilitud de tal fábula, pues él en su juventud había estado peleando en Tierra Santa y jamás había oído tal cosa.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Tras el gran maestre desfilaron ante el tribunal otros, que, confiando en la imparcialidad de los comisarios pontificios, retractaron las confesiones precedentes y proclamaron la inocencia de la Orden; y tampoco faltaron los cobardes y tímidos, que temblaban ante los jueces, mentían, urdían frágiles combinaciones, respondían cautamente o se indignaban y prorrumpían en lágrimas. Uno de los ingenuos, que creyó poder hablar libremente, no sospechando que los títeres del tribunal estaban manejados por Nogaret y Plaisians, se llamaba Fr. Ponsard de Gisi. Declaró que cuanto él y los suyos habían testificado ante la Inquisición era inválido. “¿Habéis sido torturado?", le preguntaron. “Sí —respondió—; tres meses antes de mi confesión me ataron las manos a la espalda tan apretadamente, que saltaba la sangre por las uñas, y sujeto con una correa me metieron en una fosa. Si me vuelven a someter a tales torturas, yo negaré todo lo que ahora digo y diré todo lo que quieran. Estoy dispuesto a sufrir cualquier suplicio con tal que sea breve; que me corten la cabeza o me hagan hervir por el honor de la Orden, pero yo no puedo soportar suplicios a fuego lento como los que he padecido en estos dos años de prisión".

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Era el mes de abril de 1310. Los caballeros del Templo, antes tan abatidos y descorazonados, comenzaban a animarse. Más de 500 de los arrestados en París manifestáronse dispuestos a defender a su Orden, y podían poner en gran aprieto a sus enemigos y acusadores. Bien se percataron de ello los ministros de Felipe el Hermoso, y decidieron sofocar la voz de la verdad con un rápido y violento golpe de mano. Había que atemorizar a todos los testigos a fin de que enmudeciesen o se declarasen culpables implorando perdón.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    El juicio decisivo de las personas particulares, según las letras pontificias, debía darlo el metropolitano en el concilio provincial. En el obispado de París, el juicio competía al arzobispo de Sens. Y, por desgracia para los Templarios, ocupaba entonces la sede metropolitana de Sens Felipe de Marigny, hermano de uno de los principales ministros del rey, Enguerrand de Marigny. Deseoso el arzobispo de complacer al monarca, convocó precipitadamente el concilio provincial en la ciudad de París. Los procuradores de los Templarios encarcelados presinderon el peligro y avisaron en seguida a la comisión pontificia; pero el presidente de esta comisión, el arzobispo de Narbona, con fútiles motivos se negó a escucharlos. El II de mayo se celebró el concilio provincial, en el cual 54 templarios acusados de relapsos, porque habían retractado su confesión primera y se habían ofrecido a defender a la Orden, fueron condenados a muerte sin ser oídos.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Al día siguiente, apilados en unas carretas, fueron transportados fuera de la puerta de San Antonio, entre el bosque de Vincenncs y el molino de viento. Los 54 fueron quemados vivos.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Otros cuatro sufrieron poco después la misma muerte, y otros nueve en la ciudad de Senlis. Empavorecidos los demás, no se atrevieron a decir palabra.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Cuando por el 5 de junio de 1311 se cerró la encuesta, los protocolos de todos los interrogatorios llenaban 219 folios de escritura bien densa. Lectura amena para los Padres del inminente concilio Viennense.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Antes de morir, Jacques de Molay maldijo a Clemente V y a Felipe IV con estas palabras:
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    “¡Pagarás por la sangre de los inocentes, Felipe, rey blasfemo! ¡Y tú, Clemente, traidor a tu Iglesia! ¡Dios vengará nuestra muerte, y ambos estaréis muertos antes de un año!”


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Y efectivamente, la maldición se cumplió. Clemente V murió el 20 de abril de 1314, apenas un mes más tarde que el Gran Maestre, mientras que Felipe IV murió por un derrame cerebral durante una cacería el 29 de noviembre del mismo año.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    (Fuentes:Jesús Sahuquillo Olivares para revistadehistoria.es y http://infocatolica.com/blog/historiaiglesia.php/1410081205-title)

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Por fin, podemos señalar que, a inicios del año 2006, fue dado a la luz un documento reencontrado en los archivos vaticanos en el que se recoge la absolución del Papa Clemente V a Jacobo de Molay y a los dirigentes de los templarios, documento que lleva la fecha de 17-20 de agosto de 1308 y que está firmado por varios cardenales. El documento, conocido como "folio de Chinon", puede ser visualizado en la página del Vaticano
                                                                                                                                                                                                                                                                                                    (cf. http://asv.vatican.va/es/doc/1308.htm).


                                                                                                                                                                                                                                                                                                    CONCLUSION DE L'AUTEUR DU BLOG

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Les Templiers offrent l'exemple d'une injustice historique flagrante. Certes, le contexte de l'époque était rude. Mais les deux protagonistes principaux, le roi de France et le Pape, se devaient, de par leur rang et leurs responsabilités de donner une autre image que celle qu'ils ont léguée à l'Histoire dans cette triste affaire.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Le Pape Clément V a été faible dans ses décisions. Il ne fait guère de doutes aujourd'hui qu'il n'a jamais été convaincu par les ignominies qui ont été déversées sur les chevaliers de l'Ordre du Temple. Mais il n'a pas voulu, ou n'a pas pu, tirer toutes les conclusions de ses convictions.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Le cas du roi de France Philippe le Bel est plus grave. Il a agi par cupidité et par ambition ; son avidité l'a amené jusqu'au tréfonds de la bassesse. Ses manœuvres, ses mensonges, le choix habile de juges partiaux et son manque total d'humanité sont de taches indélébiles.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Les Templiers ont été, les documents et les recherches historiques le prouvent, des hommes sincères, dotés d'une foi profonde. L'ordre du Temple a été puissant et riche mais aucun Templier ne l'a été. Cette poignée d'hommes a été animée par une générosité et un sens du sacrifice héroïques.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    On peut contester, aujourd'hui, l'utilité des Croisades, d'autant plus que les Musulmans autorisaient les pèlerinages chrétiens. On peut en contester la validité tactique et stratégique quand on sait que les Chrétiens ont trouvé, en face d'eux, un ennemi (Saladin) d'une intelligence hors du commun, alors qu'ils pensaient sans doute affronter des sauvages indisciplinés. Mais dans le contexte historique de l'époque, cette initiative douteuse avait des motifs puissants dont le principal (mais non unique malheureusement) était l'amour du Christ et de son legs.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Les Templiers, au moins tous ceux qui sont allés en Terre Sainte, n'avaient pas d'autres motivations. Ils n'étaient pas d'abord, et principalement des combattants. Ils étaient là pour aider les pèlerins mais ce sont aussi révélé comme des soldats aguerris et courageux dans les moments les plus hasardeux.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    "Dieu reconnaîtra les siens" aurait dit, dans un autre contexte (la guerre contre les Cathares) un autre puissant sans scrupules. Si Dieu reconnaît effectivement les siens, les Templiers sont absous, "Aux siècles des siècles".

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Autor del articulo : Maria del Rosario S.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                    Comentarios

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