Estaba de vacaciones en un pequeño pueblo en los Pirineos franceses. Me acurrucaba esa mañana en la acogedora calidez de mi cama. Me acosté tarde la noche anterior. Había observado el paisaje nocturno durante mucho tiempo. Las estrellas. Tan brillante en las montañas. Y a poca distancia los picos de la frontera con las últimas nieves.
Estaba medio dormida cuando escuché un ruido regular proveniente de la puerta principal. Un sonido muy familiar, pero totalmente extraño aquí. Tan extraño que me levanté, abrí la puerta y salí.
Permanecí clavada y silenciosa. Una estupefacción como no había conocido en mi vida. No estaba soñando. Mis ojos, mis oídos, mi olfato me enfrentaron con una certidumbre: estaba en una isla y el ruido extraño era el sonido del mar. ¡El mar en los Pirineos! La ficción de José Saramago se había convertido en realidad. España se separó de Francia y Europa, y mi pequeña aldea se separó del continente. Estaba en un océano desconocido. En una pequeña isla. Sólo. Robinson Crusoe a la deriva.
Entendí que había algo definitivo en esta situación. Un nuevo nacimiento y una nueva vida. Me pareció que todo esto era para mí, personalmente, porque las casas, los animales y los habitantes del pueblo habían desaparecido. Curiosamente, no tenía miedo. Todo había sucedido silenciosamente, en una noche. Sin desastres, sin terremotos. Simplemente un cambio radical. Parecía una enorme mutación mineral. Todas estas rocas, estas montañas inertes, estaban vivas y transformadas. Al igual que las células orgánicas que, por casualidad, se transforman en otras células y crean una nueva forma de vida.
Estaba en los primeros días del mundo. Una Génesis. Y estaba mirando esta creación. Pero sin Dios, solo con la certidumbre de una fuerza mezclando lo humano y la poesía de la naturaleza en su totalidad. Un corazón más allá del mundo que palpitaba por la primera vez, como los golpes de un reloj anunciando, en un espacio nuevo, un tiempo nuevo.
Mucho más tarde, me acerqué a la orilla. El océano estaba cantando. Una profunda calma cósmica de la cual yo era un elemento. Una calma físicamente palpable. Mi isla no era un cementerio marino sino un depósito para el futuro y fui testigo de esta nueva cosmología. A la orilla del agua había una de estas grandes conchas en la que los niños les gustan escuchar el mar. La acerco a mi oído y oí claramente los cantos de las sirenas, llamando a la vida, el murmullo de todos los vientos del mundo. Sabía que había llegado a un punto extremo. Me hundió en la matriz marítima. Lejos, en las profundidades donde, una vez, rugieron los monstruos del infierno; donde, ahora, tiembla la promesa de un nacimiento. Se levantó el viento: hay que vivir.
Autor del articulo : Maria del Rosario S.
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